Algunas
propuestas han sido reivindicaciones históricas de las FARC que ahora son
formuladas de una manera un tanto más realista, mientras que otras forman parte
del acervo común de reivindicaciones que de tiempo atrás han venido
configurando los partidos de izquierda, los movimientos sociales y amplios
sectores del campo popular; no se trata de imposibles, mucho menos de cambios
estructurales, no obstante su concreción ha sido aplazada por la aplicación
sistemática del terrorismo de Estado que ha frenado cualquier posibilidad de
transformación política y social. Pese a las fuertes reticencias del actual
gobierno, hoy estas demandas vienen abriéndose espacio en los diálogos de La
Habana, si bien a través de mecanismos muy limitados, que no garantizan todavía
una activa participación de la sociedad en su conjunto.
Es
cierto que cada vez gana mayor claridad entre la opinión pública la idea de que
la terminación del conflicto armado y social colombiano y la “Construcción de
una Paz estable duradera”, pasa por la solución de problemas que como el
agrario y la secular exclusión política y social están presentes en los
orígenes mismos de la actual confrontación armada que vive el país. Sin embargo, son también numerosas las voces
periodísticas y gubernamentales que atemorizadas por el fantasma del cambio,
advierten que “no se puede permitir que las Farc comiencen a hacer política
antes de la dejación de las armas”. Incluso algunos han ido más allá al sugerir
que el Gobierno debe supeditar la continuidad de los diálogos a que las FARC
retiren de la mesa estas exigencias.
Quienes
desde sus columnas periodísticas califican de “delirantes” e “inaceptables”
estas propuestas siguen siendo los apologistas de la fracasada política de
“Seguridad Democrática”, cuyos estrechos esquemas mentales no les permite comprender cómo el Estado colombiano
se ha visto abocado a dialogar con un interlocutor armado al cual pretenden
presentar como una organización derrotada militarmente, carente de base social
y que ha hecho del terrorismo y el negocio del narcotráfico su principal
actividad. Por eso no dudan en equiparar –haciendo gala de una deliberada ignorancia
histórica- la propuesta de “reestructuración democrática” del Estado con la “refundación”
del mismo que acordaran en el 2001 algunos jefes paramilitares junto con
senadores, representantes, concejales y alcaldes, a espaldas de la nación, estos sí para beneficiar a una minoría
privilegiada a través del terror armado.
Sin
duda es necesario recordar que en los orígenes históricos de las FARC están presentes las ricas tradiciones de movilización
agraria y campesina, que con el tiempo han ido enriqueciéndose con la
vinculación a ella de líderes provenientes de nuevos sectores sociales acosados
por la violencia oficial y por la compleja imbricación de esta organización
insurgente con otras expresiones del movimiento social.
Desde
los acuerdos del “Cese al fuego, tregua y paz” pactados en La Uribe hasta la
concreción de “una agenda común para el cambio hacia la nueva Colombia”,
suscrita por el gobierno del ex presidente Pastrana, el tema de las reformas
políticas, económicas y sociales han estado presente en el corazón mismo de los
diálogos como vía para allanar el camino a la solución política al conflicto
social y armado. Desde entonces no ha habido cambios sustanciales que permitan
plantear que hoy la salida política pueda alcanzarse con la simple entrega de
armas por parte de los guerrilleros y su participación en el juego electoral. Es
claro que tampoco puede limitarse a un acuerdo suscrito entre el gobierno y el
actor armado. Requiere sin duda de la participación efectiva de la sociedad en
su conjunto, y en ese sentido propuestas como la realización de una Asamblea
Nacional Constituyente cobran particular relevancia.
Por
su parte, en el campo del gobierno las iniciativas de incremento presupuestal
para las Fuerzas Armadas, la ampliación del fuero militar así como el proyecto
de privatización del sistema carcelario y penitenciario, para no hablar de los
nuevos derroteros que ha tomado su política internacional con su abierto apoyo a la oposición desestabilizadora
en Venezuela y su fallida pretensión de vincular a Colombia a la OTAN colocan el gobierno de Santos en un
punto que lo aleja cada vez más de la solución política del conflicto. Actitud
que resulta aún más preocupante, cuando precisamente se empieza a discutir los
derechos y garantías para el
ejercicio de la oposición política en general y en particular para los nuevos
movimientos que surjan luego de la firma del Acuerdo Final
La
resistencia y el miedo histórico de las élites políticas y económicas del país para
abrir las compuertas del cambio, por mínimos que éstos sean, ha llevado al país
por los caminos del escalamiento de la confrontación armada: A Los “acuerdos de
la Uribe”, los sectores militaristas respondieron con una cruenta guerra sucia,
que con la connivencia de los gobiernos de turno, condujo al exterminio de la
Unión Patriótica, quizás la experiencia popular más importante del último
cuarto de siglo; por su parte los diálogos del Caguán corrieron paralelos con
el fortalecimiento del proyecto paramilitar, el afianzamiento del “Plan
Colombia” y la modernización de las Fuerzas Militares. Frustrando en uno y otro caso la
oportunidad histórica de poner fin al conflicto armado y social.
Ciertamente,
nada en la historia está predeterminado y lo deseable es que la mesa en la
Habana, en lugar de cerrarse se abra cada vez más para dar cabida el amplio
espectro del movimiento popular y social, incluyendo las otras organizaciones
guerrilleras que actualmente no están en el proceso de diálogo.
http://webiigg.sociales.uba.ar/conflictosocial/revista/09/sumario9.htm
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