Miguel Ángel
Beltrán Villegas
Rebelión
“Para este
caso el señor juez ha considerado que asistir a la primera comunión de su hijo
Felipe Nule, es un acto trascendental para el interno, y al Inpec lo que le
corresponde es cumplir con la orden del señor juez”. Con estas palabras el
general Gustavo Adolfo Ricaurte justificó ante los medios de comunicación su
decisión de permitir la salida de la cárcel del empresario Manuel Nule,
recluido en La Penitenciaría La Picota de Bogotá, con el fin de participar en
la ceremonia de primera comunión de su hijo en Cartagena. Un viaje que costó
cinco millones de pesos (unos 2.700 dólares) y que pagaremos los contribuyentes
colombianos.
En esta
ocasión el interno no tuvo que recurrir a tutelas, ni a jornadas de
desobediencia civil, mucho menos a extenuantes huelgas de hambre. El juez 38
penal del circuito de Bogotá obró en derecho; eso sí, en su argumentación
jurídica no adujo -como suele hacerse cuando se trata de un “preso común”- “que
el traslado no constituye un derecho fundamental para el recluso y que apenas
tiene la calidad de derecho legal, por lo que solamente puede hacerse efectivo
cuando se observa la totalidad de los requisitos que exige la ley penitenciaria
y carcelaria para lograr su efectividad”. Sin duda para el honorable servidor
de la justicia que autorizó el permiso y para la ley penitenciaria y carcelaria
que se aplica en Colombia el señor Manuel Nule cumple a
cabalidad
con los requisitos que le hacen merecedor de dicho permiso: próspero
empresario, acostumbrado a una vida de lujos, asiduo visitante de los mejores
hoteles del mundo y emparentado con reconocidos políticos de la Costa que han
ejercido cargos de representación nacional y regional, seguramente en estrechos
vínculos con jefes paramilitares.
Pero no sólo
sorprende la rigurosidad con que el mencionado juez se ciñe a la ley, sino la
celeridad con que los funcionarios de esta institución acataron la decisión
judicial. Esta vez, brillaron por su ausencia los reiterados argumentos sobre
la inexistencia de recursos presupuestales para el traslado de presos; menos
aún, se atrevieron a decir –como suele hacerse cuando se trata de un preso
común- “que la separación o afectación que hubiere sufrido el núcleo familiar
del recluso en mención, tuvo su origen en circunstancias no atribuibles al
INPEC, pues como es claro, la misma se dio con ocasión del comportamiento
contrario a la normatividad penal desplegado por el interno, toda vez que al
incurrir en conductas punibles, implícitamente propició ése alejamiento”.
Seguramente consideran los impartidores de justicia y los administradores
penitenciarios que el robo a centenares de familias de bajos recursos; la
evasión de impuestos al Estado; el peculado y el robo de 250 millones de
dólares al erario público en el llamado “carrusel de la contratación”, son
delitos de poca monta, frente al “peligro” que representan para la sociedad los
jóvenes desempleados de los estratos populares que recurren al hurto, el
tráfico de estupefacientes y el crimen organizado para sobrevivir a las
políticas neoliberales del capitalismo salvaje que los condena a la miseria. Ya
uno de los hermanos Nule–Guido-obtuvo acercamiento familiar y ahora disfruta de
otro cómodo sitio de reclusión en Barranquilla. Y aunque el general Ricaurte
pretenda hacer creer a la opinión pública que esta es una política que se
aplica indiscriminadamente a todos los reclusos, es otra la realidad que se
vive en los centros penitenciarios. Ancianas, y madres con niños menores de
edad, o de brazos, tienen que realizar largos viajes por la geografía nacional,
para poder ver a sus hijos, padres o hermanos cuatro horas (o menos, si se
tienen en cuenta las largas filas que deben hacer) y luego esperar un año o más
para emprender un nuevo viaje de visita. Quienes no pueden realizar el esfuerzo
económico que estos encuentros supone, terminan con sus familiares presos
prácticamente abandonados y sumidos en una profunda desesperanza y frustración
psicológica que los sumerge, aún más, en el mundo delincuencial.
No hay
cuadro más doloroso que el de un preso que ha perdido a uno de sus seres
queridos. En estas situaciones invariablemente las directivas de la cárcel
niegan a los internos el permiso para asistir al sepelio. Con suerte, éstos
pueden obtener autorización para que despidan el cadáver de sus allegados desde
las rejas del penal. Esto siempre y cuando sus dolientes logren juntar los
recursos necesarios para pagar el trayecto adicional que supone el
desplazamiento del cortejo fúnebre al centro de reclusión. De lo contrario
tendrán que resignarse a recordar las últimas imágenes retenidas en su cerebro.
Ni qué decir
cuando se trata de presos políticos y prisioneros de guerra. Para ellos (Y
ellas) no existen “consideraciones humanitarias”. Las violaciones a sus
derechos empiezan con la afectación misma al “debido proceso”. Algunos
prisioneros –como en el caso de José Marbel Zamora (“Chucho”)- se le ha
obligado a asistir a audiencias virtuales, menoscabando sus garantías
procesales y negándole la posibilidad de acercamiento familiar en Bogotá, pese
a tener un bebé en etapa de lactancia. De esta manera castiga el INPEC a
quienes ejercen un liderazgo en la lucha por los derechos fundamentales en las cárceles.
Ni siquiera cuando está de por medio la vida de un preso político, las
directivas del INPEC facilitan la salida o el traslado de un interno. Por lo
que esta institución es directa responsable de los más de ochenta muertos que
han fallecido en el transcurso de un año por falta de asistencia médica. Él
último de ellos, Juan Camilo Lizarazo, permaneció cerca de seis meses con su
cuerpo semiparalizado, con graves limitaciones para hablar y comer, antes que
fuera autorizada su remisión a un centro hospitalario, donde finalmente
falleció debido a la negligencia de las autoridades penitenciarias; porque en
Colombia es más fácil que atiendan un resfrío de los Nules, que el cáncer de un
preso político que ha alzado su grito de rebeldía contra estas profundas injusticias.
Con razón decía el carismático líder del M-19, Jaime Bateman Cayón, en
entrevista concedida a la periodista Patricia Lara: “Eso es lo que pasa siempre
a la gente que está más jodida en este país: [La ley del Embudo] lo angosto
siempre es pa' ella y lo ancho es pa' los otros...”
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