Hoy hace quince años ( ) recibí de tu tía Ingrid la mejor noticia que he escuchado en años: tu nacimiento. En esa oportunidad – y pese a mi gran deseo- no pude estar físicamente presente porque me encontraba a miles de kilómetros de Sucre (Bolivia), tu ciudad natal y me resultaba imposible viajar. Fue la primer alegría que recibí en aquellos oscuros días pues me agobiaba aún la tristeza por la separación de tu madre, Iblin, quien decidió retornar a su país – buscando el abrigo de tus abuelos maternos– cuando escasamente cumplirías cuatro meses de gestación. Su decisión fue producto de la difícil situación económica que atravesábamos y el comprensible temor de no poder asumir exitosamente nuestra responsabilidad filial. Yo me encontraba en México concluyendo la Maestría en Ciencias Sociales en la Flacso y ya no contaba con la beca recibía de la Secretaria de Relaciones Exteriores de ese país, porque habíamos dispuesto las dos últimas mensualidades para el pago del pasaje de tu madre. Sobrevivía, entonces con trabajos esporádicos y sobre todo, con la generosa ayuda que me brindaban amigos y amigas.
Habitaba un estrecho y húmedo cuarto, sin ventanas y sin teléfono. Debido a ello la mayor parte del tiempo permanecía enfermo de los bronquios. En esos tiempos la comunicación vía internet era prácticamente inexistente y las llamadas telefónicas internacionales valían una fortuna. Con suerte podíamos comunicarnos cuando llegaba a nuestras manos alguna clave secreta, de las que circulaban clandestinamente entre los estudiantes extranjeros y con las que se podía hablar pagando el costo de una llamada local. Desafortunadamente para la semana en que estaba previsto tu nacimiento escaseaban esas claves y todos los días visitaba la casa de un amigo en espera de recibir la anhelada noticia de tu alumbramiento. Efectivamente aquel 22 de septiembre de 1994 me llamó para comunicarme que el parto había resultado muy bien y que era padre de un hermoso varón de 49cms y 3.2 kgm de peso.
En medio de los avatares que acompañaron los meses anteriores: la pérdida de la beca de tu mama, la terminación de mi tesis de Maestría, mi proyecto de ingreso al doctorado y la decisión de tu madre de retornar a Bolivia, olvidamos un pequeño detalle: ¿Qué nombre colocarte?
En las pocas conversaciones que tuvimos al respecto, tu madre insistía en que si era varón deberías llamarte Miguel. No sólo le gustaba ese nombre sino que tenia la convicción de que al bautizarte así te comunicaría mágicamente todas las cualidades humanas que veía en mí. Por mi parte, rechazaba enfáticamente la posibilidad que te llamaras como tu padre y tu abuelo, reproduciendo una práctica tradicional que consideraba necesario superar. Prefería en cambio el nombre de Ernesto que a la postre resultaba tan tradicional como el anterior, pues muchos militantes de izquierda solían llamar a sus hijos “Ernesto” en homenaje al Ché Guevara. No te niego que siempre he admirado a este revolucionario, pero mi gusto no provenía del culto a este símbolo latinoamericano sino de la sonoridad y el significado del mismo (Como sabes, Ernest es una palabra de origen alemán que significa honesto, caballero).
Las circunstancias que acompañaron tu nacimiento contribuyeron a que la decisión quedara en manos de tu madre quien de una manera salomónica te registró en la notaria con el nombre de Miguel Ernesto. Desde entonces en Bolivia te llaman Miguel y en Colombia te decimos Ernesto. Paradójicamente a mediados de los noventa el nombre de Ernesto no gozaba de mucha popularidad en el continente: los mandatarios de México (Ernesto Zedillo) y de Colombia (Ernesto Samper) se habían encargado de desprestigiarlo.
Años después, para exorcizar estas energías malignas te propuse que leyéramos esa genial obra de Oscar Wilde “La Importancia de llamarse Ernesto”, una de nuestras primeras lecturas conjuntas, y que a ti te fascinó porque descubriste allí el entorno de una sociedad arribista que de puertas para afuera vive de las buenas apariencias y modales, pero que internamente esta moralmente corroída.
Al margen de esta anécdota quisiera decirte que a mis treinta años, tu llegada al mundo trastocó para siempre mi existencia y te convertiste en lo que has significado para mí: un soplo de vida, un aliciente para vencer los obstáculos cotidianos y un compañero inseparable en los momentos difíciles como el que estoy viviendo hoy privado de mi libertad en esta cárcel de alta seguridad.
Desde que supe de tu nacimiento, el doctorado que apenas iniciaba en la UNAM dejó de ser una prioridad y mi mayor deseo fue reunirme contigo, pero era un sueño que parecía imposible de realizar por la crítica situación económica en que me hallaba. Había transcurrido dos meses y aún no tenia ni siquiera una foto tuya, pues como te decía, en esos años la comunicación era difícil. A medida que pasaba los días fantaseaba cómo serías, a quién te parecías e incluso imaginaba tu sonrisa y escuchar tu llanto.
Un día cualquiera de noviembre cuando me encontraba sumido en estas fantasías una pareja de amigos mexicanos vino a buscarme, para compartir su decisión de regalarme el pasaje Bolivia. Jamás he olvidado este gesto solidario. Gracias a Adriana y Angélica y a otros amigos y amigas que me ofrecieron su ayuda para los gastos adicionales del viaje pude desplazarme a Sucre. La relación con tu familia materna estaba en un punto crítico. Desconocían mi adversa situación y se inclinaban a pensar que yo “había enviado a tu madre de regreso a Bolivia para huir a la responsabilidad de ser padre”. Nada más lejano de la realidad. Sin embargo Iblin no solo mantuvo la confianza en mí, sino que debió enfrentar el estigma de una sociedad cerrada que censuraba su decisión de asumirse como madre sin ejercer previamente el “santo sacramento del matrimonio”. Mi presencia en Bolivia tuvo la virtud de deshacer estas habladurías y sospechas. Ahora puedes comprender mejor el porqué de “La importancia de llamarse Ernesto”.
Aún no puedo –y tampoco deseo- borrar de mi mente aquel primer encuentro contigo, tu imagen de bebecito envuelto en pañales de tela (que tu madre usaba no por razones ecológicas sino porque no contaba con dinero para comprar desechables); tus piececitos forrados con unos escarpines azules y tu cabecita redonda como una pelotita de microfútbol, adornada de unos pocos pelos me recordaba aquella estampa que aparecía en las compotas Gerber. Recuerdo que al arrullarte en mis brazos respondiste con una tierna sonrisa. Agradecía mi presencia, mientras yo temblaba de emoción, parecías tan frágil que temí hacerte daño con mis torpes manos.
En Sucre permanecí más de dos meses y la salud de tu madre que se había deteriorado notablemente luego de tu nacimiento (aún no superaba la crisis postparto), mejoró notablemente. En estas condiciones tomamos la decisión de retornar los tres a México, y darnos una segunda oportunidad como pareja. No sabíamos cómo íbamos a sobrevivir pero teníamos la decidida voluntad de concluir nuestros estudios. Apenas si reunimos el dinero para los pasajes de tu madre, y solo y disponíamos del respaldo de una tarjeta de crédito que nos extendió una amiga, (por si se llegara a presentar una emergencia) junto con 100 dólares que generosamente nos donó la señora Beatriz, a quien habíamos conocido a través de su hijo que vivía en el D.F. Pensamos que con ese dinero sobreviviríamos las primeras semanas. No contábamos que al salir del aeropuerto nos cobrarían un impuesto, de tal modo que todo nuestro capital quedó reducido a U$ 40. Con este dinero y algunos préstamos subsistimos hasta que tu madre obtuvo una beca en la UNAM, la cual nos permitió tomar en renta un apartamento y mantenernos como estudiantes.
Estos meses iniciales en México constituyeron una verdadera escuela de la vida para aprendices de padres y, por supuesto, tú te convertiste en nuestro conejillo de indias. Tus abuelos, tus tías, tus primos no estaban allí para indicarnos como atender un bebé y, nuestra única fuente de información eran las lecturas que hacíamos sobre el tema las cuales resultaban demasiado teóricas para enfrentar problemas concretos. Como si esto fuese poco, tu madre tomaba unos medicamentos que le producían mucho sueño, así que asumí la responsabilidad de preparar tu tetero después de la medianoche. Recuerdo que algunas veces el cansancio me vencía y no me despertaba en toda la noche, por lo que pasabas largas horas sin probar tu leche; la mayoría de veces, sin embargo no conciliaba el sueño, temía que pudieras asfixiarte entre las cobijas o que regurgitaras y fueras a ahogarte con tu vómito entonces recostaba mi oreja sobre tu corazón y con gran alivio sentía su palpitar como si se tratara del tic tac de un reloj.
Ninguno de los tres contábamos con servicio médico y nuestro temor más grande era que te llegases a enfermar. Por fortuna parecías entender la situación y crecías como un niño sano. Solo una vez nos alarmaste con tu llanto que no cesaba, y pasaron varias horas antes que nos decidiéramos buscar ayuda. Iblin, que en estos asuntos era mucho más recursiva que yo, me propuso que fuéramos al hospital pediátrico de Perisur. No comprendía que podríamos hacer allí si no teníamos atención médica. Lo cierto es que tu madre logró ingresar, burlando la vigilancia y hablar con uno de los médicos internos. Le relató nuestra situación y lo convenció que te atendiera gratis y desde entonces se convertiría en tú pediatra de cabecera.
Una vez en el consultorio el especialista tomó la información general sobre tu historia clínica y, sin dar muchos rodeos, palpó con su gruesa mano tu barriguita que para entonces parecía un neumático a punto de estallar. Con un cierto tono dubitativo nos preguntó que si después de darte la mamila nos ocupábamos de sacarte los gases. Iblin y yo nos cruzamos una mirada de extrañeza, sentíamos que nos hablaba en otro idioma. El médico interpretó nuestro silencio, te tomó entre sus brazos, apoyó tu mentón sobre su hombro, te propinó tres suaves palmaditas en la espalda –como agitando una varita mágica- y esperó atento unos segundos, hasta que de lo más profundo de tu organismo salió un descomunal eructo que hizo estremecer los cimientos del edificio, invadiendo el consultorio de un oloroso gas lácteo. Nosotros te mirábamos atónitos, mientras en un tono pedagógico el pediatría nos indicaba que al bebé no se le debía dar el biberón acostado y, menos aún, dejarlo en esta posición hasta que se quedara dormido, como era nuestra costumbre. Desde entonces no volviste a quejarte de cólicos en el estómago.
En los meses siguientes resulto maravilloso ver como crecías y cambiaba tu cuerpo; gateabas por el estrecho apartamento, como una pequeña alimaña y aprovechando la cercanía entre la sala y la cocina, mordisqueabas unas veces el pepino, otras la zanahoria, con tus encías, imitaba un roedor que ha perdido todos sus dientes. Tu mamá cursaba la maestría en estudios urbanos en la UNAM y yo empezaba a escribir mi tesis doctoral, por lo que pasaba mucho tiempo en casa. De esta manera te convertiste en mí compañía permanente. Claro, no puedo olvidar los costos que ello significaba, por ejemplo, cuando, jalabas el enchufe del computador o apagabas el interruptor del regulador y me hacías perder todo el trabajo de una mañana. La verdad nunca te hice un reclamo por esta situación y alguna vez que lo intenté me lanzaste una mirada de gatito tierno, como diciendo ¿pasó algo malo papá? En otras ocasiones cuando trabajaba hasta altas horas de la noche, te quedabas dormido debajo de mi silla; escena que me recodaba a un ratoncito de “La Bella Durmiente del Bosque” que se quedó dormido, al cumplirse la maldición de la bruja mala, en el preciso momento en que intentaba alcanzar una miga de pan.
El 22 de septiembre de 1995, cuando celebramos tu primer año de vida, diste tu primer paso y a partir de ese día, empezaron los golpecitos (o golpezotes) en la cabeza, pero tu eras literalmente un “cabezadura” no sólo porque rara vez llorabas cuando te golpeabas (apenas mirabas esperando mi reacción, mientras yo aparentaba desatenderme de la situación) sino porque hacías caso omiso a todas mis advertencias: “Ernesto no te subas ahí” – te decía- y a los pocos segundo ya estabas trepado en la silla o en la mesa; “Ernesto no te acerques a esa ventana y enseguida corrías en esa dirección. Ante esta actitud adopte una estrategia pedagógica, consistente en decirte que hicieras todo lo contrario de que deseaba que hicieras: “Ernesto coloca las manos en la estufa” y tú inmediatamente las alejabas. Esta estrategia me valió el reproche de amigos y amigas que pensaban que era un padre cruel y desalmado, hasta que les conté la razón de mi conducta. Mi fórmula resultó efectiva, hasta una ocasión en que decidiste seguir mis instrucciones al pie de la letra y te tragaste un sorbo de una salsa picante roja, que me arde la lengua de sólo pensar la enchilada que tuviste (espero no me guardes rencor por este pequeño desliz).
En aquellos meses realizamos tu primer corte de pelo; esperamos que transcurriera más de un año para hacerlo, atendiendo el consejo de unas vecinas que nos advirtieron que si lo hacíamos antes, tendrías dificultades para hablar. Pese a mí escepticismo, en esta ocasión optamos por dar crédito a la creencia popular por absurda que pareciera. Sin embargo, cometimos el error de no informarte que se trataba solo de un corte de cabello y que este volvería a crecer. De modo tal que cuando te viste frente al espejo con el coquito totalmente pelado, cual si se tratara de una bola de billar, lloraste desconsoladamente pensabas que habíamos mutilado esa parte de tu cuerpo.
Visto en perspectiva esos primeros quince meses de vivencia transcurrieron sin mayores sobresaltos, habíamos sorteado exitosamente la experiencia de ser padres y lográbamos adaptarnos a los ritmos de la ciudad de México, pero este punto de equilibrio se rompió muy pronto. Iblin – contando con mi apoyo – optó por cambiar de maestría y nunca imaginamos que esta decisión le fuera a costar la suspensión de su beca, por lo que nuestra situación económica volvió a tonarse crítica.
A lo anterior se vino a sumar la ruptura definitiva de tu madre y yo como pareja. Pesaba mucho en esta decisión nuestras diferencias culturales y de concepción del mundo que no supimos conciliar. Aún así mantuvimos -y seguimos sosteniendo– una excelente amistad y solidaridad mutua, sin que dejáramos de vivir los traumas que toda separación trae consigo.
Tras nuestra separación me fui a vivir en un frio y oscuro sótano, sus paredes eran de bloque descubierto y estaban sin pañetar; el sol jamás me visitaba y en su interior era difícil saber qué hora del día era, igual podían ser las 2 de la mañana o las 4 de la tarde; la penetrante humedad que se filtraba por los muros, enmohecía rápidamente las cosas y la colchoneta en que dormía (no tenia cama) parecía un bloque de hielo. A pesar de ello tenía dos grandes ventajas: por un lado era totalmente independiente (como las celdas de aislamiento que hay en la cárcel) y, por otro, quedaba muy próximo al apartamento que habitaba tu madre. Así que antes de ir a él generalmente nos reuníamos con Iblin, comíamos algo y en la noche te quedabas conmigo.
En el vecindario nos convertimos en personajes muy populares porque día a día recorríamos sus calles de una casa a otra con un niño a las espaldas y una pesada olla a presión para preparar los frijoles o las lentejas que constituían nuestra dieta básica. Tu madre se volvió experta en el arte del rebusque y la compra al fiado un día cualquiera nos sorprendía con unos tacos al pastor, unas quesadillas o un delicioso pozole. Esto fue posible, sin duda, por esa vocación de ayuda que siempre encontré en el pueblo mexicano.
Iblin estudiaba en la mañana y yo tomaba algunos seminarios en la tarde por lo que nos citábamos en alguna estación intermedia de la línea verde del metro para intercambiarte. En medio de estos habituales afanes, cierta vez tu curiosa mano quedó enredada en las puertas del tren y de no ser porque una hábil pasajera bajó la palanca de emergencia, no se que hubiese sido de tu brazo (y de nosotros).
Tu ingreso a la guardería de la colonia nos permitió una mayor movilidad. Un día te recogía Iblin y al siguiente iba yo; pero, como era de esperarse de dos padres despistados, no faltaron las confusiones y en cierta ocasión olvidamos recogerte. Cuando advertimos tu ausencia era ya de noche, la guardería estaba cerrada y no había quien nos atendiera. Indagando casa por casa con los vecinos obtuvimos el número telefónico de tu profesora que vivía muy lejos de allí (en el DF las distancias son inmensas). Finalmente pudimos conversar con ella y para nuestra tranquilidad nos informó que tú estabas en su casa. Inmediatamente nos desplazamos hasta su domicilio, cuando tu madre te vio lloró de emoción y corrió a abrazarte, pero tú, con un gesto de indiferencia, continuaste jugando con un armatodo que te había prestado tu profesora. Tuvimos que esperar cerca de una hora hasta que vencido por el cansancio del día decidiste regresar con nosotros.
Así eras tú de niño; te acomodabas en cualquier lugar, siempre y cuando hubiese un juguete para tu entretención. Cualquier objeto puesto en tus manos se convertía en un maravilloso juguete: una caja de cartón, un marcador, un tarro o un pedazo de plástico, se transformaban en una nave espacial, un guerrero, un monstruo o cualquier otro ser fantástico que sólo tu imaginación infantil podía crear. Uno de los juguetes que más te encantaba era un niño futbolista hecho de plástico y que te regaló un amigo mío. El infante sostenía en sus manos una pelota de futbol y cuando te cansabas de jugar con él, me pedías que te diera el balón. Deseo imposible de cumplir, porque balón y mano formaban un todo. Pero tú insistías y era una ardua tarea convencerte que no era que el niño no quisiese prestártelo, sino que estaba fabricado así, con el balón pegado en su mano.
Antes de dormirte te contaba un cuento que escuchabas con atención, y no hubo día en que dejara de hacerlo. Disfrutábamos mucho este momento, solo que con frecuencia yo me dormía primero. Cuando esto sucedía, tu me jalabas los parpados con tus deditos y me decías: “papá, papá, mi cuento”. Sumido en un profundo sopor trataba de responderte y me inventaba un rápido final, pero no era fácil engañarte, “no papá, no papá, así no es” me corregías. Entonces mezclando el relato con mis visiones oníricas, lo concluía, casi sonámbulo. A eso de la una de la mañana me despertaba el frio de la madrugada y con preocupación advertía que estabas con tu cabeza adormilada sobre mi regazo y el cuerpecito bien calientico pese a que estabas totalmente descubierto.
Los últimos meses de nuestra estancia en México fueron especialmente difíciles. En particular recuerdo que las fiestas navideñas de 1996 la pasamos muy mal: tú tenías ya los síntomas del asma, Iblin sufría una depresión profunda y yo padecía una tos casi tuberculosa. Mientras en las calles se vivían toda la euforia decembrina, los adornos, las luces y la música navideña, anunciaba la llegada de “Feliz año nuevo”, nosotros permanecíamos encerrados en el cuarto de tu madre.
En México, por fortuna, los regalos a los niños se entregan el 6 de enero y no el 24 de diciembre como acostumbramos en nuestros países y digo que por fortuna, porque me parecía doloroso no poder darte un pequeño detalle en aquella Nochebuena. Sin embargo en el momento de darnos la feliz navidad, para nuestra alegría, tu madre nos sorprendió con sendos regalos: a ti te obsequió un bonito libro de cuentos ilustrados y a mí unos escritos sobre el poder del filósofo francés Michel Foucault, no muy apropiados para el momento que vivíamos, pero los agradecí inmensamente. Debo confesarte que siempre me pregunté con que dinero había comprado esos detalles. Nunca me lo dijo aunque tuve la sospecha que los “recuperó” en alguna librería del D.F.
Ese 31 de diciembre ni siquiera pudimos preparar una cena especial como había sido nuestra costumbre. A las doce de la noche escuchamos el repique de las campanas y un gran ruido de voces y pólvora en las calles. Había llegado 1997. Nos tomamos de la mano, nos abrazamos y con lágrimas en los ojos nos deseamos un “feliz año”. A los pocos minutos subió la dueña de casa y se conmovió mucho con el cuadro que observó, parecíamos entonces una familia escapada de alguna novela de Charles Dickens o quizás de Víctor Hugo. Con paso lento se acercó a nosotros, nos abrazó y nos invitó a cenar. El cuarto de tu madre quedaba en un segundo piso y no tuvimos fuerza para bajar, así que al poco rato reapareció la casera con un delicioso pollo en mole que yo acompañé con un suave tequila.
Pero si aquel enero de 1997 nuestra situación económica y de salud era crítica, en los meses siguientes empeoro hasta tornarse insostenible. Tu tía Ingrid viajó a México con la intención de ayudarnos, pero terminamos enredados en una disputa Judicial donde el foco de la discordia eras tú. Con tu mamá habíamos acordado que en el momento en que retornáramos a nuestros países de origen, permanecerías conmigo el primer año y luego irías con Iblin. A este acuerdo llegamos después de analizar diferentes opciones. No fue una decisión fácil pero resultaba ser la más adecuada para los tres, aunque con ella me privaba de tu compañía durante una etapa importante de tu vida.
Sin embargo, Ingrid intervino tratando de imponer sus criterios personales, rompiendo el frágil equilibrio familiar que habíamos logrado con tu madre, tras nuestra separación. De un momento a otro me vi en una situación bastante adversa, y con el riesgo de perder tu custodia, debido a ciertos manejos absurdos de tu tía, que terminaron por quebrar la confianza que tu mamá había depositado siempre en mí.
En medio de estas circunstancias tuve que tomar una de las decisiones más difíciles de mi vida: regresarme contigo a Colombia sin contar con la autorización de tu madre. No hubo preparativos del viaje, pues tuvimos que hacerlo de un día para otro, aconsejado por una funcionaria encargada de la oficina de protección de niños del D.F. Era la única manera de no perder tu custodia ante unos tribunales que pretendían negar mi derecho a ser padre.
Tus juguetes y mis archivos de la tesis doctoral coparon todo nuestro equipaje, mientras que en el cuarto que habitábamos quedaron abandonadas toda nuestras demás pertenencias. Sin duda fue un viaje precipitado, pero nada comparable con el vuelo “chárter” que me trajo hace un año hasta esta cárcel de alta seguridad, tras mi secuestro en México por agentes del INM.
Con el corazón derretido por el osado paso que estaba dando, abordé contigo el avión que nos traería a Bogotá. Desde el momento que ingresamos a la aeronave empezaste a llorar desconsoladamente mientras intentaba consolarte infructuosamente con mis apapachos. Una de las azafatas preocupada por tu llanto se me acercaba una y otra vez para preguntarme si te encontrabas bien. Yo le respondía afirmativamente y le aclaraba que eras un niño llorón. Sabía que no era cierto, que por el contrario eras un niño valiente que lloraba la separación de su madre, pero mentía por temor a que quedara en evidencia que viajamos sin su permiso, lo que me traería complicaciones judiciales, como me lo había advertido aquella funcionaria del bienestar infantil.
Muy pronto los pasajeros del avión empezaron a inquietarse con tu llanto, y se aproximaban hacia donde estábamos sentados para dar su propia versión sobre la situación: unos especulaban que te dolían los oídos y aconsejaban que te colocara unos algodones; otros opinaban que podría tratarse de un cólico y sugerían que lo más conveniente seria darte un analgésico; alguien más se atrevía a afirmar que tu llanto era producido por la ausencia de tu madre, pero me apresuraba a desmentirle y corregía diciéndole que tu estabas acostumbrado a viajar sin ella. Cada comentario que hacían los pasajeros, aumentaba mi tensión, al punto que me sentí desfallecer cuando el avión hizo escala en Managua (Nicaragua) y los tripulantes de la aeronave se acercaron para informarme que estaba dispuesto a demorar el vuelo para que te pudieran atender en sanidad aeroportuaria. Traté de disuadirlos, pero insistieron que era lo más conveniente para los dos. La verdad es que ellos tenían la razón y apenas si encontraba argumentos para sustentar mi negativa (salvo nuestra condición de ilegalidad migratoria que obviamente no podía esgrimir). Lo peor de todo es que mis ademanes nerviosos y mi actitud reticente estaba despertando las sospechas de los tripulantes. Para fortuna mía, en ese preciso momento dejaste llorar y entendí que tu silencio era un gesto de complicidad que me permitió sortear la situación.
Tan pronto el avión reanudó el vuelo tu llanto volvió a escucharse de nuevo, pero los pasajeros ya no estaban atentos a nuestros movimientos, porque otra contingencia vino a captar su atención. Se trató de una tormenta que estuvo a punto de precipitar a tierra el avión, de modo tal que tus lamentos se confundieron con los gritos de mujeres, niños, ancianos y jóvenes, hasta que la tripulación logró el control, de la aeronave y solo pensábamos en aterrizar lo más pronto posible. Cuando esto ocurrió los pasajeros celebraron el fin de su pesadilla, mientras que para nosotros ésta continuaba.
El primer obstáculo que enfrentamos fue el cruce por el control migratorio del aeropuerto El Dorado. No era fácil pasar desapercibido con un niño de brazos que lloraba desconsoladamente y cuya madre no estaba con él. Sin embargo, me llené de valor y seguridad y así logre cruzar los puestos migratorios sin mayores contratiempos.
Una vez fuera, apenas si tuve tiempo de saludar a tus abuelos y que me aguardaban en la salida del aeropuerto, y a quienes hacia cerca de cuatro años que no veía. Rápidamente les puse al tanto de la situación y les manifesté que necesitabas atención médica inmediata. Para entonces tu respiración se escuchaba entrecortada y tu cuerpo sudaba copiosamente debido a la alta fiebre que tenías. Como no estabas protegido por ningún programa de salud ni disponíamos del dinero, fue inevitable realizar un largo viacrucis por diferentes centros médicos, hasta que finalmente recibiste atención en una clínica privada, para cuyo pago tus abuelos tuvieron que abrir la alcancía donde celosamente guardaban sus ahorros para el fin de año.
El pediatra que te examinó parecía muy profesional y tras un breve examen te diagnosticó un broncoespasmo agudo, que enseguida supe, estuvo a punto de causarte un paro cardiaco. Una vez tuvo bajo control la situación, me llamó a un sitio aparte y con gesto serio me preguntó ¿Usted quiere a su hijo? un tanto extrañado le respondí afirmativamente. Entonces en tono de reproche agregó: “pues yo le digo una cosa, jamás vuelva a traer a su hijo en esas condiciones. Es una absoluta irresponsabilidad. Por esta vez se encuentra a salvo, pero no le aseguro que en una próxima corra la misma suerte”. Agradecí al médico su consejo, sin poder evitar que unas gruesas lágrimas rodaran sobre mis mejillas. Me embargaba un sentimiento de dolor por todo el riesgo que, sin saber, habías corrido, pero al mismo tiempo sentía un gran alivio por el feliz desenlace de la situación y al día de hoy sigo pensando que regresar de México, aún en las condiciones que lo hicimos, fue una decisión correcta.
Actué como mi sentimiento de padre me lo indicaba, buscaba protegerte, en ningún momento alejarte de tu madre, y así lo entendió. Cuando le hablé por teléfono, le contesté que estábamos en Colombia. Ella me respondió: “Miguel hiciste muy bien, allá Ernesto va estar mucho mejor, aquí ya no teníamos condiciones para atenderlo”. Sabía de lo doloroso de esta separación pero pensaba también como una madre que desea el bienestar de su hijo.
Al principio de estas líneas te decía que tu nombre no fue inspirado por la figura del Ché, sin embargo, tus reiterados ataques de asma me evocaban este personaje como si un inevitable sino hubiese marcado tu nombre. Fueron noches y días enteros que permanecí sentado en tu cama, vigilando tus broncoespasmos, acompañado de un juego de Sprys (broncodilatadores) que disparaba cada vez que escapaba de tu pecho ese terrible sonido que en lo profundo de la noche parecía e rugido de un león herido y que generaba en mi un horrible miedo, pues temía que en algún momento fueras a asfixiarte.
Durante meses ensayé contigo miles de medicamentos y cada vez que alguien me decía que su hijo se había mejorado con tal remedio, salía corriendo a comprarlo. En medio de mi angustia recurrí no solo a formulas homeopáticas y medicamentos caseros sino que incluso deseé enamorarme de una médico–pediatra, porque creía que con ella correrías menos riesgos de salud. Desafortunadamente nunca apareció esta princesa azul y hoy me rio de esta absurda idea, aunque en aquellos años no la veía así.
Como suele suceder en estos casos no puedo decirte como superaste tu problema de asma, quizás haya siso la leche de cabra que tomabas los fines de semana o tal vez los emplastos de hierbas que preparaba tu abuela o simplemente la estabilidad afectivo–emocional que habíamos logrado para esos días. Lo cierto es que al concluir nuestro primer semestre en Bogotá, tu salud había mejorado notablemente.
Dice un adagio popular que “después de la tempestad viene la calma” y así fue. Ese segundo semestre en Bogotá fueron nuestros mejores días: salíamos al parque; íbamos al cine; jugábamos, aunque te enojabas cuando te dejaba ganar; hablábamos telefónicamente con tu madre; leíamos cuentos, muchos de los cuales tuve que cambiar el final, porque veía asomar una lágrima en tus ojos, (así sucedía con los cuentos de Oscar Wilde).
Uno de tus pasatiempos favoritos era escuchar mis relatos de terror. Recuerdo que encerrados en nuestro cuarto apagábamos la luz y yo cambiaba mi voz para asustarte. La verdad es que lo lograba, porque al poco rato me pedías que encendería de nuevo el foco, pero para entonces ya me había transformado en un muerto. Al verme rígido como un cadáver me olías y palpabas como un perrito y al no observar ninguna reacción, me tomabas la respiración que yo lograba contener hasta que dejaba escapar una sonora carcajada cuando advertía tu carita de susto. Reíamos juntos, pero luego venia tu “desquite”: en la oscuridad de la noche, aprovechando mi preocupación por tus espasmos bronquiales, abrías la boca con desespero, agitabas tus brazos como tomando aire y empezabas a respirar con gran dificultad. Al identificar todos los síntomas que precedían tus ataques de asma, me levantaba inmediatamente para llevarte a urgencias, y cuando nos disponíamos a salir, una pícara sonrisa me daba a entender que estabas fingiendo y que tenia a mi lado un pequeño monstruito hacedor de pesadas bromas.
Muchos piensan que la alegría es apenas un breve interludio en un universo de infelicidad y aunque esta historia que te estoy relatando pareciera confirmar este aserto, me resisto a creer que sea así. Por eso cuando llego el momento de cumplir con mi compromiso de retornarte a Bolivia para que permanecieras con tu madre hasta que tuvieras edad para tomar una decisión autónoma, no vacilé en dar este difícil paso pese a que mi mayor deseo era que permanecieras conmigo. De haber obedecido a este impulso mi conciencia no estaría tranquila ni con tu madre (porque en un momento de crisis me había brindado toda su confianza), ni contigo (porque te hubiese privado de los cariños de una tierna madre). Así que ese 5 de junio de 1998 – cuando justo Iblin celebraba sus 31 años – nos reencontramos nuevamente en Sucre. Tenías entonces tres años y nueve mese. A partir de este momento la comunicación con tu familia materna mejoró sustancialmente, los malos entendidos lograron disiparse e iniciamos una nueva relación basada en el respeto, la compresión, el afecto y la solidaridad permanente, convirtiéndose en un invaluable apoyo moral y material en tu formación.
A los pocos días de nuestra llegada a Sucre, me comunicaron que había ganado un concurso como profesor de tiempo completo en el departamento de Historia de la Universidad del Cauca (Popayán). Por primera vez contaba con una ocupación más o menos estable que me permitiría solventar tus gastos de manutención. Tu mamá apenas sobrevivía con un modesto buffet de abogada que atendía en una calle céntrica de Sucre, cuyos clientes eran campesinos e indígenas pobres que acudían a su ayuda para la redacción de memoriales que Iblin, con su noble corazón, se resistía a cóbrales.
Debido a esta responsabilidad laboral tuve que acelerar mi retorno al país. Apenas arribé a Bogotá, preparé mi viaje al Cauca, y en cuestión de días m encontré en la terminal de buses de Popayán, con un morral, un sleeping, una caja de libros (de mis cursos y mi tesis doctoral) y con una gran expectativa por la nueva etapa que sentía iniciaba en mi vida. Mi primer contacto con la capital del Cauca –sin dinero y sin amigos– fue realmente traumático: sus paredes blancas, sus iglesias, su parque central y sus gentes me recordaban Sucre, tu ciudad natal. La nostalgia de no estar contigo me deprimía y por momentos tenía la sensación de que en alguna de esas calles estaríamos tú y yo, comiéndonos un helado o jugando a las escondidas.
Aquellos primeros meses transcurrieron lentamente, acompañados de un gran vacio; ya no tenía a quien asustar con mis cuentos de terror y en las noches extrañaba el calor de tu cuerpecito tibio. Nunca antes había experimentado una soledad tan profunda, pero para mi fortuna en Popayán encontré (y reencontré) personas extraordinarias que me brindaron todo su afecto y solidaridad y contribuyeron a aliviar este dolor de ausencia. Fue también un espacio y un momento propicio para concluir mi tesis doctoral.
Con gran esfuerzo reuní para tu pasaje y ese fin de año se produjo el primer reencuentro desde nuestra separación. Todavía me parece verte recorriendo los pasillos de la universidad del Cauca, pedaleando un triciclo –que te regaló una colega muy querida– y atropellando con él a cuanto profesor, estudiante o trabajador se atravesaba en tu camino.
Para entonces habías cumplido cuatro años y a partir de esta edad empezabas a viajar solo. En el aeropuerto de Sucre te despedía tu mamá y aquí te recibía yo, sin contar que debías hacer conexiones en Santa Cruz y Bogotá, (cuando yo residía fuera de la capital). ¿Recuerdas nuestras despedidas en el aeropuerto? Una hora antes de abordar el vuelo me sentaba contigo y te explicaba porqué no debías sentirte triste ni llorar con nuestra despedida. Te decía que deberíamos agradecer a la vida la oportunidad que nos brindaba de haber tenido este encuentro. Te insistía que pensaras en las cosas bonitas que habíamos vivido y te recordaba que en pocos meses volveríamos a encontrarnos. Tú asentías moviendo tu cabecita y con los ojos húmedos me respondías que todo te había quedado muy claro. Sin embargo, en el momento en que la azafata venia a recogerte, mi voz se quebraba y las lagrimas resbalaban silenciosas por mis mejillas. Entonces te llenabas de fortaleza, secabas mi llanto con tus deditos y me pedías que no llorara, que pensara más bien en las cosas bonitas que habíamos vivido y que no olvidaras que en pocos meses volveríamos a encontrarnos.
Esta actitud tuya de independencia nos permitió vernos con cierta frecuencia. Casi siempre venías para las fiestas y en ocasiones tu estancia se prolongaba hasta tres meses gracias al pésimo servicio del Lloyd Aéreo Bolivariano que yo agradecía. En las vacaciones cortas de mitad de año te visitaba. En mi pasaporte aparecen estas entradas, aunque resulta una verdadera infamia que la fiscalía pretenda utilizar estos registros migratorios como una prueba de mis supuestos vínculos con la Comisión Internacional de las FARC.
Cada viaje que realizaba a Bolivia me sorprendías con un nuevo logro, el cual aplaudíamos ruidosamente con tu madre: tu aprendizaje de natación, tu equilibrio en bicicleta, tus partidos de futbol y hasta las fiestas de cumpleaños que aplazabas tres meses para poder contar con mi presencia. Así fuimos tejiendo en la distancia una muy cercana relación no solo de padre–hijo sino también de amigos.
En mis primeros viajes a Bolivia advertía en ti un comprensible temor al abandono y así me lo hiciste saber un día que jugábamos a las escondidas en la calle y te encontré llorando desconsoladamente en el borde de un andén. Esa vez me dijiste que yo era un mal papá y que pensaba dejarte solito para que te perdieras. Recuerdo haberte respondido que si esa idea era cierta ¿Cómo te explicabas que ese malvado padre recorría más de 10.000 kms e invirtiera millones de pesos para verte? Te quedaste pensativo y luego sonreíste. Comprendí que habías entendido mi mensaje y para tu tranquilidad te prometí que siempre contarías con mi acompañamiento. En diciembre, cuando finalmente lograste visitarme en esta cárcel, refrendamos nuestro pacto, y acordamos que cada vez que viéramos la luna, yo aquí, tú allá sabríamos que nuestros corazones están por siempre unidos y que ninguno de los dos volveríamos a sentirnos solos.
Hace dos años y medio que pasamos juntos nuestra última vacación, recuerdo que me encontraba muy conmovido por la muerte de mi amigo Jairo Sánchez, a quien desaparecieron, torturaron y asesinaron por aquellas fechas, y aunque siempre he sido sincero contigo, en esta ocasión traté de ocultarte la situación, para no generarte preocupaciones innecesarias. Sin embargo, fue como intentar tapar el sol con las dos manos. Mi tristeza era muy grande y finalmente me decidí a contarte lo sucedido. Escuchaste mi relato con gran atención y cuando hube terminado me preguntaste la razón por la cual le habían dado ese trato. Te respondí que por ser de la oposición, y enseguida te expliqué que en Colombia la oposición siempre la han criminalizado. Guardaste silencio unos instantes como haciendo una reflexión y luego me dijiste: ¿Ósea que a ti te pueden hacer lo mismo, porque también tú eres de la oposición? Ese día no supe que contestarte pero……
Ahora ya tienes una respuesta: no me desaparecieron, no me quitaron la vida, aunque debo confesarte que cuando aquellos robustos hombres me esposaron y me introdujeron a una camioneta con vidrios oscuros, sin decirme a donde me llevaban, reviví aquel momento en que mi amigo fue desaparecido, y entonces sentí miedo de no poder cumplir con la promesa que te hiciera en una calle de Sucre; miedo que tuvieras que afrontar mi ausencia, como millares de niños en este país por causa del conflicto social y armado; miedo de que no tuvieras a quien hacer tus pesadas bromas. Pero por fortuna no sucedió así y aunque la prisión parece una tumba no lo es, por más que los carceleros pretendan inmovilizar nuestros cuerpos y sepultarnos la esperanza.
La cárcel no es la muerte, es tan solo un exilio, una estación en el camino de la existencia. Un camino sin duda pedregoso, lleno de cardos y espinas, pero que podemos transitar solo sí mantenemos en alto nuestra dignidad. La cárcel, Ernesto, es un subterráneo donde los promotores de la asepsia social creen depositar la bazofia de la sociedad con agresivos discursos sobre la necesidad de extirpar los miembros enfermos para garantizar la convivencia humana, mientras ellos mismos no alcanzan la estatura moral que reclaman en sus discursos. Porque son producto de un régimen que todo el tiempo habla de respetar y proteger la dignidad humana, pero que no duda en recurrir a los más crueles métodos para mantener un injusto orden.
Me resulta doloroso hablarte de estas cosas y hasta me embarga la duda de si debería escribirte estas líneas. Tal vez seria mejor describirte un jardín de rosas, o hablarte de una casa de chocolates (como la de Hansen y Gretel). Pero, como cuando te leía los cuentos de Oscar Wilde e inventaba un final feliz, sabrías que te estoy mintiendo (una mentira piadosa sí, pero mentía al fin y al cabo). Además si te relato estas cosas es porque tengo necesidad de hablar contigo con esa sinceridad e intimidad que siempre lo he hecho.
Pronto cumplirás 16 años el mundo se te abrirá en todas sus dimensiones, y poco podre hacer para que cambies esas imágenes que, cada vez más deberás procesar con el criterio que te hemos formado en estos años. En tu país la situación está cambiando. La llegada de Eva Morales a la presidencia marca un quiebre en la historia boliviana. Lo pude comprobar cuando pude ver en la Paz esas grandes movilizaciones indígenas respaldando su gestión gubernamental. Se que no compartes totalmente mi entusiasmo por estos cambios y aunque siempre he respetado tus opiniones políticos y sociales similares que coloquen fin a este conflicto social y armado que hoy desangra nuestra patria. Sabes que mi compromiso con estos ideales es el verdadero motivo que me mantiene tras estas rejas. Por eso no sientas temor si estos tribunales que hoy me juzgan injustamente llegasen a condenarme. No soy un terrorista, tampoco un guerrillero, soy un docente e investigador critico. La verdad tú la conoces……………..
La verdad tú la conoces, y estoy seguro, amado hijo, que nadie podrá convencerte que cambies esa idea que tienes de mí, por más que acudan a los más ruines medios para hacerlo. Ten la certeza que esta pesadilla llegará a su fin, para volver a reencontrarnos en estos indescifrables laberintos de la vida, y contemplar juntos, ya en la libertad, esa luna símbolo de nuestra unión filial.
Te ama,
Tu padre, Miguel Ángel
Pabellón “Alta Seguridad (2 Piso)
Cárcel “La Picota”, mayo 20 de 2010
Esta carta empecé a escribirla el 22 de septiembre de 2009, para tu cumpleaños. Sin embargo, las duras dinámicas de la vida carcelaria me impidieron finalizarla. Durante varios meses estuvo extraviada hasta que pude recuperarla y concluirla. Ahora que se aproxima mi juicio oral, te la hago llegar como un testimonio de las alegrías y los sinsabores que hemos vivido en estos agitados años pero, también, de la fuerza que une nuestra existencia.
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